Cómo le gustaba
ese chico!! Siempre encontraba una excusa para pasar por el bar de su padre y
así comprobar si él estaba por allí.
Le gustaba tanto
que se lo montó para acabar detrás de la barra trabajando por amor al arte, solo
por estar cerca de él, solo por ver su sonrisa aparecer por la puerta, solo por
ver sus ojos tristones y rasgados flotando en su mirada. Nunca se atrevió a
decirle que le gustaba, pero su padre lo sabía, lo supo siempre, lo supo porque
en cuanto su hijo entraba por la puerta del bar ella era otra, se clavaba la
punta de cualquier mesa en la ingle, resbalaba tontamente, y llegó en más de una
ocasión a caerse de bruces sobre algún que otro cliente, era capaz de confundir
unas sardinas con escabeche con un café con leche, cuantos vinos derramados en
camisas floreadas … y era continuo, constante, diario, siempre que su hijo
aparecía, ella se convertía en un pato borracho y volvía a ser la enérgica,
simpática y eficiente mujercita en cuanto que G. júnior se marchaba. Y como
historia de muchas otras historias, su padre se dio cuenta pero él no.
Seguramente porque G. nunca pudo verla en su estado natural, siempre se topó
con un ánade con borrachera eterna, y siempre la vio como una niña graciosa,
nunca como una posible mujer con la que pasar una noche de desenfreno o con la
que pasar una velada agradable a la luz de las velas.
Una noche al
llegar a casa más tarde de lo habitual, se encontró a su madre sentada en
las escaleras y supo que algo no iba bien. Estaba llorando pero su mirada
estaba llena de rabia, de dolor, no de tristeza, y entonces supo que iba a
pagar por los platos que alguien había roto, quizás los había roto ella misma,
sinó en esta vida en cualquier otra.
- Tu padre está
enfermo y tu te pasas el día en la calle, a saber haciendo qué! Ya ni siquiera
eres virgen, y solo tienes 15 años!!!, En qué te quieres convertir, en una
puta? Que sepas que tu padre tiene cáncer y seguramente se morirá pronto
mientras tú haces la puta por ahí!!
Mientras su
madre le gritaba ella se percató de que su madre tenía algo en las manos que le
resultaba familiar, era su diario, y de repente quiso morirse y de repente
entendió toda su rabia, todo su dolor y todo el desprecio que sentía por ella
en ese momento, pero estaba invadida por tanta ansiedad que la situación la
desbordó, pasó por al lado de su madre sin mediar palabra y se encerró en su habitación
sin saber cuantas horas estuvo llorando
hasta que se quedó dormida.
Al día siguiente no se atrevía a salir de la habitación, no sabía como enfrentarse a su
madre, a la enfermedad de su padre ni a si misma. Como explicarle a su madre
que la vida le asusta, que el mundo le asusta, que lo que ocurrió en aquel
banco de aquel local abandonado, fue su propio abandono, no luchó porque no
quería salvarse, simplemente dejó que ocurriera para sentir la desgracia más
dentro que fuera, se abrazó al miedo, sin dejar que este le persiguiera, se
abrazó a los peores acontecimientos mirándolos a la cara para que nadie la
llamara cobarde, como explicarle que no sabe quien es, y lo que es peor, no
tiene ni idea de quien quiere ser.
Al salir de su
habitación el corazón se le aceleró, tenía un miedo atroz, no quería
encontrarse con ella, no quería ver sus ojeras que serían un espejo de las
suyas, que serían una muestra de las lágrimas nocturnas derramadas por ambas.
Oyó ruido en la habitación contigua, y aprovechó para bajar corriendo las
escaleras, coger la chaqueta y huir. Huir de su madre, de la enfermedad de su
padre y sobre todo huir de si misma. Y sus piernas corrían sabiendo donde
acabarían y sus ojos se abrían y cerraban sin necesidad de ver lo ya visto, y llegó
al bar y lloró y el padre de G. la abrazó, y suavemente le explicó que hay
hombres que mueren jóvenes, que hay enfermedades que no entienden de raza, ni condición y que debía estar preparada para
lo peor. En ese momento entró su hijo, pero el pato que vivía en su interior no
se dejó ver en esta ocasión y el padre de G. quiso celebrarlo y le pidió a G.
júnior que llevara a S. a jugar a los bolos el sábado y S. sonrió todavía con
lágrimas en los ojos cuando G. padre le guiñó un ojo.
Aquel día de
repente se le antojó suave, dulce y llevadero, su subconsciente poco amigo de
profundizar en las tristezas de la vida decidió olvidar por el momento la
realidad y S. no volvió a casa en todo el día comió en el bar, con los dos
hombres que últimamente llenaban su corazón, uno sustituía la sabiduría y el
cariño de su propio padre, el otro le regalaba ilusiones lascivas, imágenes que
utilizaba noche tras noche al llegar a su cuarto. Y pasó el resto del día
enajenada frente al pinball, poniéndose una partida y otra y otra, concentrada
en cualquier cosa que no era el pinball cuando sintió en la nuca cierta mezcla
de calor húmedo acompañado de una respiración acelerada, y sintió también
sendas caricias celestiales a la altura de su cintura y sintió también un sudor
frío y cierta sensación de desestabilidad, creía que iba a desmayarse, pero en
lugar de eso giró sobre si misma para encontrarse frente a frente, cadera con
cadera, aliento con aliento con el chico que nunca la veía, con el chico que la
transformaba en una grúa transportadora que se movía en un espacio muy
limitado.
- Creo que has
perdido la bola. Le dijo G. en un tono excesivamente suave.
Y la cabeza, y
el sentido común y la cordura, pensó ella, pero contestó con un simple
-
Eso parece.
-
Yo te enseñaré a ganar una partida, date la vuelta.
Tenía los
cinco sentidos desorbitados, notaba el cuerpo de G. junior pegado a su espalda,
la rodeaba con sus brazos y sus manos se apoyaron sobre las de ella, estaba
descaradamente sofocada y no lograba concentrarse en el juego, si en el juego
de caderas de G. que cada vez que la bola intentaba colarse él la envestía
bruscamente con el pubis. Y ella estaba encantada de la vida, mirando fijamente
la bola como si de su mirada dependiera que aquella partida durara eternamente.
Pero se colaron las tres bolas y no supo como retener aquel momento, se quedó
paralizada sabiendo que aquello llegaba a su fin, y notó la distancia, y no
notó nada, porque ya se había ido hacia la barra. Había llegado el momento de
volver a casa, de volver a la realidad. Se despidió con poco ruido y sin nueces
y de camino a casa no se cansó de recrear una y otra vez el momento en que
G. se adosó a ella, se fundió abriendo
los poros de toda su piel absorbiendo así todo lo absorbible.
Al torcer la
esquina llegando a su calle vio a lo lejos unas luces intermitentes y su
euforia se transformó en ansiedad al ver la ambulancia en la puerta de su casa,
corrió para volver a su realidad, cruda y áspera.
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