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miércoles, 3 de septiembre de 2014

Momentos (ochenteros)

Cómo le gustaba ese chico!! Siempre encontraba una excusa para pasar por el bar de su padre y así comprobar si él estaba por allí.
Le gustaba tanto que se lo montó para acabar detrás de la barra trabajando por amor al arte, solo por estar cerca de él, solo por ver su sonrisa aparecer por la puerta, solo por ver sus ojos tristones y rasgados flotando en su mirada. Nunca se atrevió a decirle que le gustaba, pero su padre lo sabía, lo supo siempre, lo supo porque en cuanto su hijo entraba por la puerta del bar ella era otra, se clavaba la punta de cualquier mesa en la ingle, resbalaba tontamente, y llegó en más de una ocasión a caerse de bruces sobre algún que otro cliente, era capaz de confundir unas sardinas con escabeche con un café con leche, cuantos vinos derramados en camisas floreadas … y era continuo, constante, diario, siempre que su hijo aparecía, ella se convertía en un pato borracho y volvía a ser la enérgica, simpática y eficiente mujercita en cuanto que G. júnior se marchaba. Y como historia de muchas otras historias, su padre se dio cuenta pero él no. Seguramente porque G. nunca pudo verla en su estado natural, siempre se topó con un ánade con borrachera eterna, y siempre la vio como una niña graciosa, nunca como una posible mujer con la que pasar una noche de desenfreno o con la que pasar una velada agradable a la luz de las velas.

Una noche al llegar a casa más tarde de lo habitual, se encontró a su madre sentada en las escaleras y supo que algo no iba bien. Estaba llorando pero su mirada estaba llena de rabia, de dolor, no de tristeza, y entonces supo que iba a pagar por los platos que alguien había roto, quizás los había roto ella misma, sinó en esta vida en cualquier otra.
- Tu padre está enfermo y tu te pasas el día en la calle, a saber haciendo qué! Ya ni siquiera eres virgen, y solo tienes 15 años!!!, En qué te quieres convertir, en una puta? Que sepas que tu padre tiene cáncer y seguramente se morirá pronto mientras tú haces la puta por ahí!!

Mientras su madre le gritaba ella se percató de que su madre tenía algo en las manos que le resultaba familiar, era su diario, y de repente quiso morirse y de repente entendió toda su rabia, todo su dolor y todo el desprecio que sentía por ella en ese momento, pero estaba invadida por tanta ansiedad que la situación la desbordó, pasó por al lado de su madre sin mediar palabra y se encerró en su habitación sin  saber cuantas horas estuvo llorando hasta que se quedó dormida.

Al día siguiente no se atrevía a salir de la habitación, no sabía como enfrentarse a su madre, a la enfermedad de su padre ni a si misma. Como explicarle a su madre que la vida le asusta, que el mundo le asusta, que lo que ocurrió en aquel banco de aquel local abandonado, fue su propio abandono, no luchó porque no quería salvarse, simplemente dejó que ocurriera para sentir la desgracia más dentro que fuera, se abrazó al miedo, sin dejar que este le persiguiera, se abrazó a los peores acontecimientos mirándolos a la cara para que nadie la llamara cobarde, como explicarle que no sabe quien es, y lo que es peor, no tiene ni idea de quien quiere ser.

Al salir de su habitación el corazón se le aceleró, tenía un miedo atroz, no quería encontrarse con ella, no quería ver sus ojeras que serían un espejo de las suyas, que serían una muestra de las lágrimas nocturnas derramadas por ambas. Oyó ruido en la habitación contigua, y aprovechó para bajar corriendo las escaleras, coger la chaqueta y huir. Huir de su madre, de la enfermedad de su padre y sobre todo huir de si misma. Y sus piernas corrían sabiendo donde acabarían y sus ojos se abrían y cerraban sin necesidad de ver lo ya visto, y llegó al bar y lloró y el padre de G. la abrazó, y suavemente le explicó que hay hombres que mueren jóvenes, que hay enfermedades que no entienden de raza,  ni condición y que debía estar preparada para lo peor. En ese momento entró su hijo, pero el pato que vivía en su interior no se dejó ver en esta ocasión y el padre de G. quiso celebrarlo y le pidió a G. júnior que llevara a S. a jugar a los bolos el sábado y S. sonrió todavía con lágrimas en los ojos cuando G. padre le guiñó un ojo.

Aquel día de repente se le antojó suave, dulce y llevadero, su subconsciente poco amigo de profundizar en las tristezas de la vida decidió olvidar por el momento la realidad y S. no volvió a casa en todo el día comió en el bar, con los dos hombres que últimamente llenaban su corazón, uno sustituía la sabiduría y el cariño de su propio padre, el otro le regalaba ilusiones lascivas, imágenes que utilizaba noche tras noche al llegar a su cuarto. Y pasó el resto del día enajenada frente al pinball, poniéndose una partida y otra y otra, concentrada en cualquier cosa que no era el pinball cuando sintió en la nuca cierta mezcla de calor húmedo acompañado de una respiración acelerada, y sintió también sendas caricias celestiales a la altura de su cintura y sintió también un sudor frío y cierta sensación de desestabilidad, creía que iba a desmayarse, pero en lugar de eso giró sobre si misma para encontrarse frente a frente, cadera con cadera, aliento con aliento con el chico que nunca la veía, con el chico que la transformaba en una grúa transportadora que se movía en un espacio muy limitado.
- Creo que has perdido la bola. Le dijo G. en un tono excesivamente suave.
Y la cabeza, y el sentido común y la cordura, pensó ella, pero contestó con un simple
-          Eso parece.
-          Yo te enseñaré a ganar una partida, date la vuelta.
Tenía los cinco sentidos desorbitados, notaba el cuerpo de G. junior pegado a su espalda, la rodeaba con sus brazos y sus manos se apoyaron sobre las de ella, estaba descaradamente sofocada y no lograba concentrarse en el juego, si en el juego de caderas de G. que cada vez que la bola intentaba colarse él la envestía bruscamente con el pubis. Y ella estaba encantada de la vida, mirando fijamente la bola como si de su mirada dependiera que aquella partida durara eternamente. Pero se colaron las tres bolas y no supo como retener aquel momento, se quedó paralizada sabiendo que aquello llegaba a su fin, y notó la distancia, y no notó nada, porque ya se había ido hacia la barra. Había llegado el momento de volver a casa, de volver a la realidad. Se despidió con poco ruido y sin nueces y de camino a casa no se cansó de recrear una y otra vez el momento en que G.  se adosó a ella, se fundió abriendo los poros de toda su piel absorbiendo así todo lo absorbible.

Al torcer la esquina llegando a su calle vio a lo lejos unas luces intermitentes y su euforia se transformó en ansiedad al ver la ambulancia en la puerta de su casa, corrió para volver a su realidad, cruda y áspera.

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